Jill pertenece al mundo de la segunda mitad del siglo veintidós. Para ese entonces se ha logrado viajar en el tiempo pero se practica raramente y hay severas restricciones. El gobierno, consciente del potencial para la destrucción y el desastre, permite un solo viaje por persona. No por el placer de visitar otras épocas sino como un rito de iniciación a la etapa adulta, al llegar a los veinte años. Se lleva a cabo una celebración y esa misma noche se envía a la persona al pasado, para que recorra el mundo durante un año y observe a sus antepasados. Comenzando doscientos años antes del nacimiento…y luego recorriendo el tiempo hasta el presente. El propósito del viaje es enseñar humildad y piedad, tolerancia hacia el prójimo. El viajero comprenderá que proviene de un inmenso caldero de contradicciones y que entre sus antecedentes hay mendigos y tontos, santos y héroes, deformes y bellos, almas amables y violentos criminales, altruistas y ladrones. Exponerse a tantas vidas en tan corto periodo de tiempo significa lograr una nueva comprensión de uno y de su lugar en el mundo. Verse como parte de algo más grande, como un individuo único, una existencia sin precedentes con su propio e irremplazable futuro.
Se comprende, finalmente, que uno es el único responsable de hacer de sí mismo lo que es.
Paul Auster: La noche del oráculo
Mientras leía este
párrafo pensaba que no es necesario viajar en el tiempo para comprender todo
eso. Al menos, no físicamente. Los libros en general, y la literatura en
particular, nos han dejado a lo largo de muchos siglos (no solamente dos, sino MUCHOS siglos)
abundantes experiencias y testimonios para comprender de dónde venimos, para
“exponernos a muchas vidas”, para vernos
“como parte de algo más grande, como un individuo único, una existencia sin
precedentes con su propio e irremplazable futuro”...
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para comprender, finalmente,
“que uno es el único responsable de hacer de sí mismo lo que es.”
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