martes, 23 de abril de 2013

Una nueva comprensión


Jill pertenece al mundo de la segunda mitad del siglo veintidós. Para ese entonces se ha logrado viajar en el tiempo pero se practica raramente y hay severas restricciones. El gobierno, consciente del potencial para la destrucción y el desastre, permite un solo viaje por persona. No por el placer de visitar otras épocas sino como un rito de iniciación a la etapa adulta, al llegar a los veinte años. Se lleva a cabo una celebración y esa misma noche se envía a la persona al pasado, para que recorra el mundo durante un año y observe a sus antepasados. Comenzando doscientos años antes del nacimiento…y luego recorriendo el tiempo hasta el presente. El propósito del viaje es enseñar humildad y piedad, tolerancia hacia el prójimo. El viajero comprenderá que proviene de un inmenso caldero de contradicciones y que entre sus antecedentes hay mendigos y tontos, santos y héroes, deformes y bellos, almas amables y violentos criminales, altruistas y ladrones. Exponerse a tantas vidas en tan corto periodo de tiempo significa lograr una nueva comprensión de uno y de su lugar en el mundo. Verse como parte de algo más grande, como un individuo único, una existencia sin precedentes con su propio e irremplazable futuro.
Se comprende, finalmente, que uno es el único responsable de hacer de sí mismo lo que es.
Paul Auster: La noche del oráculo


Mientras leía este párrafo pensaba que no es necesario viajar en el tiempo para comprender todo eso. Al menos, no físicamente. Los libros en general, y la literatura en particular, nos han dejado a lo largo de muchos siglos  (no solamente dos, sino MUCHOS siglos) abundantes experiencias y testimonios para comprender de dónde venimos, para “exponernos a muchas vidas”,  para vernos “como parte de algo más grande, como un individuo único, una existencia sin precedentes con su propio e irremplazable futuro”...
para comprender, finalmente, “que uno es el único responsable de hacer de sí mismo lo que es.”




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martes, 9 de abril de 2013

José Luis Sampedro


(José Luis Sampedro, 14 de marzo de 2011)

En los últimos años hemos conocido a José Luis Sampedro sobre todo como ciudadano y economista crítico y comprometido. Pero aquí no vamos a hablar de eso, no sea que se nos vea el plumero. Además, sus numerosas declaraciones y entrevistas en este sentido circulan hasta la saciedad en redes sociales y medios de comunicación. Aquí nos centraremos en su faceta literaria, un campo en el que el humanismo y la sensibilidad de este escritor casi centenario nos han dejado unas cuantas novelas llenas de sentimiento, sabiduría y comprensión hacia el ser humano.


En la página de RTVE  puedes leer diferentes reacciones sobre su muerte y ver algunos vídeos sobre su figura.
En relación con la literatura, en el artículo “Cómo me hice escritor”  el propio novelista hace una semblanza de su vida y del papel que en ella ha jugado la literatura. Puedes completarlo con otros artículos suyos, como “Los libros que me han acompañado”  o esta entrañable defensa de las bibliotecas  que escribió hace unos años, cuando se hablaba de la posibilidad de  cobrar por el préstimo de libros.

Si lo que quieres es informarte sobre sus libros, puedes leer un resumen de su vida y sus obras más relevantes  que le dedicó el diario El mundo cuando recibió el Premio nacional de las letras 2011. Y en Lecturalia encontrarás entradas dedicadas a muchos de ellos.

Aquí os dejamos con solo tres fragmentos de algunas de sus obras más conocidas, empezando, naturalmente, por aquella que le lanzó, bastante tardíamente, a la fama: La sonrisa etrusca.
En el museo romano de Villa Giulia el guardián de la Sección Quinta continúa su ronda. Acabado ya el verano y, con él, las manadas de turistas, la vigilancia vuelve a ser aburrida; pero hoy anda intrigado por cierto visitante y torna hacia la saleta de Los esposos con creciente curiosidad. «¿Estará todavía?», se pregunta, acelerando el paso hasta asomarse a la puerta.
Está. Sigue ahí, en el banco frente al gran sarcófago etrusco de terracota, centrado bajo la bóveda: esa joya del museo exhibida, como en un estuche, en la saleta entelada en ocre para imitar la cripta originaria.
Sí, ahí está. Sin moverse desde hace media hora, como si él también fuese una figura resecada por el fuego y los siglos. El sombrero marrón y el curtido rostro componen un busto de arcilla, emergiendo de la camisa blanca sin corbata, al uso de los viejos de allá abajo, en las montañas del Sur: Apulia o, más bien, Calabria.
«¿Qué verá en esa estatua?», se pregunta el guardián. Y, como no comprende, no se atreve a retirarse por si de repente ocurre algo, ahí, esta mañana que comenzó como todas y ha resultado tan distinta. Pero tampoco se atreve a entrar, retenido por inexplicable respeto. Y continúa en la puerta mirando al viejo que, ajeno a su presencia, concentra su mirada en el sepulcro, sobre cuya tapa se reclina la pareja humana.

El ritmo viril no es agresivo sino cósmico: vaivén de olas, palma mecida por la brisa. La piel de sus flancos se entrega a los muslos que la acunan apoyándose en los pies que sostienen el vaivén. Se siente mecido en una ola de carne que le envuelve con unas manos en su espalda, arañantes o acariciantes, y que le embriagan los oídos con el jadeo amoroso, con la palabra hecha música. Se disuelve en ella sin alarmarse, abandonándose, porque cuanto más se entrega más poderoso es su sexo, más grande con ese rendimiento su triunfo. Ahondando, ahondando, elevándose cuanto más se hunde, ensanchándose cuanto más se concentra. Ya no le envuelve el mar sino el cielo, las estrellas, el universo. Cede toda barrera, es anegado, arrebatado. Y ella es también más vencedora cuanto más vencida. El ímpetu del surtidor crece y crece, más alto, más cristalino, más afilado y vivo, todo lleno de una luz que convierte la gruta en un diamante cuyo centro es la pareja. Hasta que el surtidor se rompe, estalla, y la líquida lanza se hace flor derramándose redonda, en círculos, en inundaciones...

Le despertó el frío y entreabrió los ojos. Los abrió del todo, incrédulo: un hombre andaba por el río. Sí, tranquilamente, sobre las aguas, avanzando entre la niebla. Shannon se incorporó estupefacto, creyendo que aún soñaba, y lo comprendió al punto. El hombre pisaba sobre los troncos flotantes. Shannon apartó la manta, donde la escarcha blanqueaba todavía, y se puso en pie. […]
 -Se ha dormido, ¿eh?
Shannon se volvió. Era Paula. A la grisácea luz de la mañana la cara era muy joven, la mirada casi tímida. Pero los labios apretados, la firmeza del pecho y los rasponazos en las manos eran los de una mujer viviendo en plena sierra.
- ¿Se han marchado todos?
- Andan a la vuelta de esas peñas. Hoy tienen duro trabajo.
Recogió algunos de sus cabellos en el pañuelo, y continuó:
- Puede desayunar leche. El Americano le ha dejado una poca que les dio ayer un pastor.
Señaló hacia el cazo, arrimado al fuego. Sacó de su bolsa un pan empezado. Mientras Shannon recogía la manta y su mochila, Paula preparó unas sopas, dejando caer en la leche humeante finas rebanadas de pan.
- Deje. No se moleste.
- ¡Bah!... El Americano me dijo que le atendiera.
- No, no. No vale la pena de ocuparse de mí.
Hubo un breve silencio sacudido por el choque de los troncos y el correr del agua, mientras ella le miraba intensamente. Luego habló con su tranquila dulzura…

Viñeta de Forges para El País, 9 de abril de 2013



No sería mala idea, a modo de homenaje, escoger alguna de las obras de este autor para nuestras lecturas del club, como ya hicieron nuestros compañeros del IES Xesús Taboada Chivite.
 ¿Qué os parece? 
¿Tal vez para las tertulias del año que viene?